El 11 de marzo de 2011, un terremoto golpeó la ciudad de Sendai en el este de Japón. Los residentes tuvieron poco tiempo para evacuar después de recibir una advertencia de las autoridades, dejando atrás la planta nuclear de Fukushima. Aunque los sistemas de la planta detectaron el terremoto y apagaron los reactores nucleares, un tsunami posterior inundó la planta con olas de más de 14 metros de altura.
Los trabajadores intentaron restaurar la energía, pero el sobrecalentamiento del combustible nuclear en tres reactores provocó la fusión de los núcleos, conocido como fusión nuclear. La planta también sufrió explosiones químicas que dañaron su infraestructura. Como resultado, se filtró material radiactivo al aire y al mar, lo que condujo a una evacuación masiva y a la creación de una zona de exclusión.
Desde entonces, ha existido un plan polémico para liberar las aguas residuales restantes. Según el ministro de Medio Ambiente en 2019, Japón ha agotado su capacidad para almacenar dicho material contaminado, por lo que se ha tomado la decisión de liberar el agua radiactiva al océano durante este verano. Se estima que el proceso de descarga tomará entre 30 y 40 años para completarse.
Tanto la ONU como el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) han aprobado esta iniciativa, asegurando que cumple con los estándares y que tendrá un impacto “radiológico insignificante” en las personas y el medio ambiente. Sin embargo, los ciudadanos y los pescadores locales, que aún recuerdan la tragedia de 2011, no se sienten tranquilos al respecto.
Según TEPCO, la compañía responsable de la planta, la mayoría de los elementos peligrosos pueden ser eliminados del agua. El problema radica en el tritio radiactivo, un isótopo de hidrógeno que no puede ser destruido con las tecnologías actuales. Aunque el Gobierno japonés y la OIEA aseguran que el agua contaminada se diluirá lo suficiente al ser liberada gradualmente en el mar, lo que resultaría en una concentración mínima, algunos expertos no están convencidos.
Aunque el tritio no es peligroso en pequeñas cantidades porque no penetra en la piel humana, puede representar un riesgo si se ingiere a través de mariscos o sal marina, aumentando el riesgo de cáncer según algunos estudios. Además, el impacto en la vida marina también es motivo de preocupación, ya que los contaminantes podrían pasar a la cadena alimentaria y afectar al ecosistema marino.
Muchos ciudadanos, especialmente las comunidades pesqueras, se oponen a este plan por temor a que los compradores dejen de adquirir sus productos y a que los precios caigan. De hecho, algunos residentes ya han comenzado a almacenar mariscos y sal marina por miedo a la contaminación de las aguas residuales. En Corea del Sur, los precios de la sal marina han aumentado y los dueños de tiendas informan que las ventas se han duplicado.
Según una encuesta realizada por Asahi Shimbun, el 51% de los ciudadanos apoya la liberación de las aguas residuales, mientras que el 41% se opone, argumentando que esto podría dañar aún más la reputación de Fukushima.
La iniciativa japonesa ha generado controversia a nivel internacional. Estados Unidos respalda la decisión de Japón de verter las aguas residuales, afirmando que el país ha sido transparente en su proceso y está siguiendo los estándares de seguridad nuclear aceptados a nivel mundial. Corea del Sur también ha mostrado su apoyo, incluso afirmando que las aguas tratadas podrían ser seguras para el consumo humano. Sin embargo, China se opone firmemente al plan, calificándolo de “extremadamente irresponsable” y solicitando la suspensión de la descarga, argumentando que el informe de la OIEA no debe interpretarse como una aprobación para liberar el agua.