Eusebio sostiene el maletín con la mano derecha. Avanza entre puestos ambulantes que venden series de luces y pinos artificiales. Llega a un semáforo. Aunque está el verde, se cruza la calle y un coche frena haciendo rechinar las llantas. Él no se inmuta; luego sube a la banqueta. Se apresura a la estación del metro. Y se detiene en los torniquetes, observa sus zapatos, confundido como un globo que empieza a perder gas: no sabe qué dirección es la que le corresponde.
Decide que va a trasbordar.
Sentado a mitad del vagón, huele el tufo de un borracho y busca otro lugar, pero se da cuenta de que alguien más se incorpora a sus espaldas y lo sigue. No le toma importancia sino hasta que encuentra un asiento disponible y aquél se coloca enfrente. Es un joven. Lo ha visto en algún lado. Lo que más le extraña, sin embargo, es que tenga cierto parecido a él: los ojos aborregados, la nariz ancha y redonda. En cuanto el metro se pone en movimiento, Eusebio decide cambiarse de asiento de nuevo.
Camina a tropiezos sorteando a la gente que lleva cajas de regalos; el muchacho lo sigue y, sin despegarle la mirada, empuja con fuerza el cuerpo. No parece muy inteligente como perseguidor, piensa Eusebio. Será sencillo engañarlo. En la siguiente estación, se baja y corre hacia otra línea. Busca a un policía, pero en vísperas de Noche Buena nadie parece estar al pendiente. En el fondo le preocupa que quiera golpearlo. ¿De dónde ha sacado esa idea? La gente es rara. Eusebio se mete a un pasillo de otra estación. La marcha de ambos se entorpece.
¿Qué querrá? Si lo que desea es asaltarlo, se llevará una decepción, apenas carga con un billete de cincuenta, y en las tarjetas albergan lo de una quincena únicamente. Quizá pudo haberse confundido. Es una ciudad muy grande, muchas caras se parecen entre sí. Podría ser cualquier hombre de cualquier ciudad. De sus sesenta y pico de años, treinta los ha dedicado al despacho de bienes y raíces y a construir una vida de inversiones de mediano riesgo. Había pensado en renunciar el siguiente año. Dedicarse al fin a lo que le gusta: mirar la televisión, tomar Coca cola, ir al parque y pasear a los perros. Nada más. Pero aún tiene la necesidad de ser útil, pese a que cada vez le cansan más las visitas a la oficina.
Agitado, aborda otro vagón —uno más— y se sienta. Sudoroso, se recarga y exhala; una anciana lo mira respirar. Va calmándose lentamente. Pero llega a la siguiente estación y lo ve entrar. Esta vez se fija en la ropa: una camisa desfajada y un pantalón de mezclilla. Otra vez tú, carajo, qué mierda quieres. Se incorpora de inmediato, trata de salir, pero la mano del muchacho lo toma del brazo. No es cualquier apretón, sino uno que lleva consigo un mensaje: si te mueves, será peor.
¿A dónde vas?, le dice el muchacho.
¡Suéltame, cabrón! ¡Auxilio, me quiere asaltar!
Los otros pasajeros murmuran. Eusebio le pregunta qué quiere. El otro no contesta y, sin mucho alboroto, lo sienta en el mismo sitio, hace que se quede junto a él. Miran al frente, desconcertados mientras salen y entran personas del vagón. Eusebio sacude el hombro, inútilmente; no hay forma de desprenderse.
En algún momento, el muchacho se acerca a su oído y le dice: tranquilo, no va a pasarte nada. Forcejean, se arrebatan ese brazo que pertenece a Eusebio pero que el muchacho parece querer arrancar. Un grito, eso puede funcionar, se dice Eusebio y lo intenta; entonces el muchacho hace que se pongan de pie. El metro se detiene. Salen, bajan por las escaleras eléctricas y llegan a los torniquetes. Un policía —al fin— los observa; pero enseguida regresa la vista al celular. El muchacho, ahora al mando de dos cuerpos, se siente más seguro.
Afuera, suben a un taxi. El muchacho da una dirección y, como si hubieran acordado llevarla en paz, no hay más intentos de escape. El conductor mira por el retrovisor, del que cuelga una piñata miniatura. ¿Ya listos para cenar?, les pregunta y el muchacho apenas sonríe. En el coche, el mundo es un lugar de vientos tranquilos.
Al estacionarse, Eusebio baja primero del taxi y mira la fachada de la casa que tiene al frente: el ventanal luminoso que se prende y apaga con cadencia de vals, la sombra del arbolito. Vamos, le dice el muchacho después de pagar y lo lleva del brazo. La puerta, que se abre enseguida, revela a una mujer que abraza a Eusebio y llora. Presionado por los ladridos de las mascotas, el muchacho les pide que vayan a la sala; no quiere que los vean los vecinos. Allí, la mujer vuelve a abrazarlo, le pregunta qué pasó, a dónde iba, qué pensaba.
No sé, contesta Eusebio, no sé, no sé.
Lo encontré en la estación que está por su oficina, dice el muchacho, si no lo alcanzo quién sabe a dónde hubiera ido a parar. Me rasguñó el pecho.
Se alza la playera y le muestra. Eusebio oye la voz de cerca y quiere entender. Durante unos segundos la respiración de los tres se paraliza.
Perdón, hijo, le dice Eusebio con los ojos perdidos, y se empeña en repetirlo, como si no fuera suficiente una vez. Suelta el maletín, se agarra la cabeza, asustado. La mujer lo lleva a la mesa tomándolo por la espalda. Ya pasó, le dice ella y lo soba. Sentados en el comedor, frente a la ensalada, los platos y las botellas de vino, no hacen más que contemplar el vaivén de las luces que rodean el arbolito y reflejan en las paredes siluetas difusas multicolor, como pequeñas galaxias. Tal vez haga frío más tarde.
Roberto Abad (Cuernavaca, 1988)
Es escritor y músico. Es autor de los libros de cuento ‘Orquesta primitiva’ (FETA, 2015) y ‘Cuando las luces aparezcan’ (Paraíso Perdido, 2020; XI Premio Nacional de Narrativa Ramón López Velarde. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa.
AQ
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